Despedirme de mi madre fue la más dura lección que la vida me dio hasta hoy. Nadie está preparado para la muerte, para vivir de repente sin la presencia de alguien que tanto amamos. Sea poco a poco, sea repentinamente, el adiós con gusto de demora sin fin anticipa todo el dolor que ese enfrentamiento carga, y nos coloca ante lo inmutable, del indeleble, de lo que ya no se puede cambiar. Y como duele. Mi madre fue mi mayor y más bella referencia de vida, de mundo, de ternura.
Mis primeros recuerdos ya son conmigo amándola sin medida, y fue así hasta el día en que ella partió - es así hasta hoy, por lo demás. Ella fue mi búsqueda en las noches de pesadilla, mi consuelo en los momentos de desesperación, mi comodidad siempre que la vida decía no. Fue mi norte, mi sur, mi este-oeste, allá afuera y dentro de mí. Me encantaba reposar mi cabeza en su regazo, frente a la TV, mientras ella me contaba de los actores de su época. Me quedaba al lado de la cocina, mientras ella cocinaba, oyendo contar sobre los enredos de las novelas que había leído, sobre las personas que había conocido, sobre su infancia, su novia con mi padre, su amor por mi abuelo.
Ella amaba a la familia, amaba las fiestas, amaba vivir. Hered de ella - y por ella - mi gusto por películas y libros, mis años aprendiendo piano, mi terquedad en sonreír, a pesar de todo y de todos. Mi vida está rodeada por mi madre, todo lo tiene, su olor, los sabores de sus cafés de la tarde, los colores de la Navidad, la misa, el carnaval. Ella era mi más fervorosa fan, creía en mí, torcía verdaderamente por mí. Y yo conseguí volver de mis descanches porque no me permitía lastimarla.
Hacía por mí y por ella, éramos yo y ella siempre. Ah, y como aquella mujer también sabía ser ácida, con palabras que daban fondo, cuando era necesario, sin embargo, todo era amor y saber de eso me bastaba. Dejarla ir fue la más dolorida actitud que pude tomar.
En sus últimos momentos de conciencia, antes de que la morfina le robara la lucidez, pasé la noche junto a ella. En aquella madrugada sin fin, en el hospital, ella apuntaba sus mejillas pálidas, pidiéndole que la besara varias veces. Ella quería decirme, con ese gesto, que me amaba, que yo debería ser fuerte, que nunca la había decepcionado, que yo era y siempre había sido un hijo querido. Ella se eternizó dentro de mí desde siempre y se fue, mientras yo abrazaba aquella fortaleza que me sostuvo hasta entonces, diciéndole que ella ya podría descansar, que ella ya había resistido mucho más allá de sus fuerzas, que había creado seis hijos de forma ejemplar , donándose más allá de sí misma. Creo que ningún adiós es tranquilo, indoloro, incluso cuando nos despedimos de lo que ni tanto bien nos hace. La nostalgia es muy peculiar, porque ella ya se instala tan pronto como el otro se va, ni da tiempo de pensar en la ausencia - viene automáticamente. Y la gente continúa, porque eso es lo que quien partió espera de nosotros, que proseguimos nuestra jornada siendo quien, junto a quien aún camina con nosotros, amándonos y necesitándonos.
Y, como la gente nunca sabe cuándo será la última vez, aunque no tengamos tiempo de despedirse de quien parte - algunos partidos son aún más injustos, ya que repentinas -, la fuerza del amor hace que sólo quede todo de bueno en quien va y en quien se queda. El adiós está presente en los momentos más especiales que pasamos junto con las personas,va siendo construido en la forma del afecto que se vale de los gestos, miradas, palabras, en el cotidiano del amor. Y es el amor que se lleva. Y es el amor que nos mantiene vivos en la certeza del reencuentro, en la fe que sostiene esa distancia forzada que la vida nos empuja.
Vivir sin la presencia de alguien que amamos es posible, sí, pero parece que nada más queda igual, nada permanece igual, allá afuera y aquí dentro. El tiempo disminuye poco a poco el dolor y la gente se rehace, pero queda en el fondo del alma un pedacito abierto, un espacio vacío, porque las personas mueren, pero la nostalgia no. Y los recuerdos sabrosos acentúan nuestros días, se consuelan cuando la tristeza quiere crecer, ayudan cuando la vida se derrumba, calman cuando el sol se va. Porque perder mi madre me hizo aún más convencido de que la fuerza del amor es más fuerte que todo, incluso que el dolor de la muerte. Y, parafraseando a Chico Xavier, no dudamos: el reencuentro con nuestros amados romper las puertas del cielo.