Un día, la gente finalmente se despide. Descubre que irse no es más difícil que quedarse donde no es bienvenido. La gente se viste de coraje, cierra los verbos sueltos por el suelo, las juras de amor y las promesas de ocasión.
Un día la gente comprende que estar por estar, dondequiera que sea, no lleva a ninguna parte. Es como ser cualquier cosa en un escenario abandonado. Y ser cualquier cosa en cualquier lugar no es ser nada. Un día la gente descubre que despedirse es mirar de relance para todo lo que queda, para todas las cosas nacidas de la comunión de un instante que ya ha sido eterno. Incluso con ese recuerdo, la gente no quiere quedarse porque no se siente más en casa.
El corazón está dormido y no se emociona con la risa del otro, que antes era sol y abrigo. Un día la gente, simplemente, cansa de intentar arreglar la casa, arreglar los muebles quebrados. La gente cansa de doler solo y sufre por tantas ausencias premeditadas. En el fondo, la gente quiere que tenga reciprocidad, la gente quiere ser hogar en la carretera, pero también quiere ser luz encendida en el corazón del otro.
La gente no quiere ser sólo paso, travesía y medio por el cual alguien hace algo. La gente quiere ser el desenlace de aquella hermosa historia, soñada con lazos y arreglos de cinta. Pero la gente se da cuenta de que era sólo borrador y sombra en el camino del otro.
La gente percibe que era sólo un nombre suelto en una hoja cualquiera, un anclaje para albergar algunos cansancios. Una estepa. Un tal vez. La gente se despide cuando percibe que no tiene más sentido quedarse si el corazón del otro sólo se resiente, no perdona y no ama más. La gente se rescata yendo sin mirar atrás
, sin tratar de recordar que partir puede ser un error imperdonable, pero que quedarse no puede ser nada más.